sábado, 29 de marzo de 2014

LOS MUERTOS MANDAN DE VICENTE BLASCO IBAÑEZ



Vicente Blasco Ibáñez refleja en esta novela sus impresiones y recuerdos de Mallorca e Ibiza, pero más que sus paisajes, las célebres cuevas, los olivos seculares y las costas eternamente azules de estas islas, centra  su atención en las gentes que las  pueblan  y sus divisiones en castas que aún perduran a causa, sin duda, del aislamiento isleño refractario a las tendencias igualitarias, y vió en la existencia de los judíos conversos de Mallorca, de los llamados "chuetas," una novela psicológica.
 
Lo mismo le pasó en Ibiza sintiéndose igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años con todos los piratas del Mediterráneo, y concibió unir la vida de las dos islas tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales. Fueron tan frescas y al mismo tiempo tan recias sus impresiones que escribió la novela de un tirón, sin el más leve desfallecimiento de su memoria de novelista, en el transcurso de dos o tres meses.
 
La novela es psicológica, tiene poca acción y se centra, principalmente, en reflexiones filosóficas del autor y del protagonista, narra la historia de Jaime Febrer, noble mallorquín de una de las familias más importantes y ricas de Ibiza, de la casta de los llamados "butifarras", cuya historia se remonta a los tiempos de los Reyes Católicos. El mayorazgo de los Ferrer posee un viejo palacio en el que se adueña, cada vez más, la decadencia, imponente y vacío caparazón que en otros tiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos habían sido mercaderes, otros soldados y todos navegantes. Las armas de los Febrer habían ondeado en banderas sobre más de cincuenta navíos de gama -lo mejor de la marina de Mallorca- que iban a vender aceite de la isla en Alejandría, embarcaban especias, sedas y perfumes de Oriente en las escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Génova, o pasando las columnas de Hércules se sumían en las brumas de los mares del Norte para llevar a Flandes la loza de los moriscos valencianos, llamada mayólica a causa de su procedencia mallorquina. Pero Jaime está arruinado y se ha quedado sin nada que vender. Todo en su antiguo palacio pertenece a los usureros: los muebles, los cuadros, las joyas; el mismo palacio está gravado con varias importantes hipotecas, de tal manera que Jaime, que no trabaja, ya no tiene de qué vivir. Estando así las cosas decide casarse con una rica heredera lo que acabaría con todos sus apuros. Pero ella es una "chueta", una judía conversa, pertenece pues a la casta más baja de la isla y la familia de Jaime y sus propios amigos le disuaden de tal boda: nunca se ha visto en la isla una unión tan dispar. Ser "chueta", proceder de la calle de la Platería a la que se llamaba por antonomasia "la calle" era la peor desgracia que le podía ocurrir a un mallorquín. El "chueta" al pasar a la Península era un ciudadano como los otros pero en Mallorca era un réprobo, una especie de apestado que solo podía emparentar con los suyos.
 
Las gentes eran tales como habían nacido, tales como fueron sus padres y así habían de seguir en el ambiente inmóvil de la isla que no lograban conmover lejanas y tardas ondulaciones venidas de fuera. El autor se centra en las costumbres y herencia recibida por los muertos. Los vivos no están solos en ninguna parte, les rodean los muertos en todos los sitios y como éstos son muchos más, gravitan sobre su existencia con la pesadez del tiempo y el número. Los muertos se quedan inmóviles al borde de la vida, espiando a las nuevas generaciones, haciéndolas sentir la autoridad del pasado con un rudo tirón en su alma cada vez que intentan apartarse del sendero marcado por la rutina. En el punto de luz de nuestros ojos arde el alma de nuestros abuelos, así como en las líneas de nuestras facciones se reproducen y reflejan los rasgos de generaciones desaparecidas.
 
Jaime decide marcharse a Ibiza, quedándose a vivir en una antigua torre que aún le queda y viviendo de la generosidad de los payeses, antiguos siervos suyos. Allí se enamora de Margalida, la hija de su benefactor y decide casarse con ella , pero se repite la misma historia, Pep el padre se opone. En realidad todos se oponen a los deseos de Jaime y ven con horror sus propósitos: el señor, un "butifarra" no puede casarse con una payesa. Al fín "los muertos mandan" de nuevo y es inútil resistirse a sus órdenes.
 
La novela termina de forma bastante usual. Las constantes digresiones y reflexiones filosóficas restan espontaneidad y continuidad al relato, entorpeciendo su lectura, sólo la prosa límpida y eficaz de Vicente Blasco Ibáñez permite que se lea con agrado.

LOS MUERTOS MANDAN DE VICENTE BLASCO IBAÑEZ