viernes, 19 de febrero de 2016

MARIO Y EL MAGO DE THOMAS MANN

En el mundo hay abundancia de atajos para llegar a ciertas clases de belleza. Caminar junto a Hans Cartorp en lo que constituye una travesía hacia su propia interioridad, escuchando a hurtadillas las entusiastas pláticas que entablan Ludovico Sellembruni y Leo Naphta o sumergirse con Gustav Aschenbach en los inescrutables abismos de la crisis espiritual de conciencia, equivale a recorrer no ya un atajo, sino un tortuoso a veces, y fascinante otras, camino que se cimienta y suspende sobre una inequívoca base: el entusiasmo por la belleza. Y ese sendero que se bifurca a la manera de Borges, se pierde en la noche de los tiempos, y por fín se vuelve a unificar, nos lleva siempre a Thomas Mann, al sempiterno Thomas Mann.

Lo cierto es que obras como La Muerte en Venecia o La Montaña Mágica, me dejaron tan profundamente impresionada, que intentar traducir lo que he experimentado con la lectura de ambos prodigios artísticos, por medio de las palabras, está fuera de mi alcance y supondría un atrevimiento que, por otro lado, no estoy dispuesta a cometer.

Mi entendimiento, si los santos del cielo acuden en mi ayuda, como cuando el gaucho Martín Fierro los invocaba para contar su historia, quizá sea propenso sí, a trasladar algunas ideas -nada novedosas- que guardo en mi interior después de la lectura de la brevísima novela Mario y el Mago.

En esta novelita -"novelita" solamente por su extensión, y de ningún modo por su profundidad, como se podrá deducir- Mann, a diferencia de los libros antes citados, se vale de un narrador en primera persona para describir una anécdota: la estancia de una familia extrajera en Torre di Venere, un (ficticio) pequeño balneario italiano, situado sobre la costa del Tirreno. 

El padre refiere algunas de las desagradables situaciones que él y los suyos debieron de soportar al poco tiempo de su llegada, como la intransigencia con que el administrador del hotel les hizo desalojar las habitaciones que ocupaban por pedido expreso de miembros de la nobleza romana, a causa de una tosferina que su hijo ya había superado, aunque esto último, dictaminado por un médico, no fué óbice para que la bizantina decisión fuese alterada; o la escandalizada reacción de algunos lugareños por la autorización que el narrador y su mujer le dieron a su niña de ocho años para quitarse el bañador en la playa, a fin de sacarse la arena que llevaba encima; suscitándose finalmente con motivo de esta nadería disfrazada de inmoralidad, una acción punitiva contra el matrimonio que se vio obligado a pagar una multa en el Municipio.

Sin embargo, el escritor alemán pone el acento en otro incidente, a primera vista igual de intrascendente que los ya mencionados, pero que en una lectura menos lineal, se revela al mismo tiempo, como la razón de ser y la metáfora de la novela: la presencia en el pueblo del mago Cipolla, un artista extraordinario que fusiona en su espectáculo ardides con barajas, juegos de prestidigitación y, lo más impresionante, hipnotizaciones múltiples.

Cipolla se deja ver, a lo largo de su inextinguible y somnífera presentación, como un personaje avasallante, con tintes arbitrarios, que somete y humilla sin concesiones a su propio público, pero al mismo tiempo, como un líder que amansa con una facilidad suprema a los desorientados espectadores que se muestran empecinados en presentarle batalla. El Cavaliere no conoce de fracasos ("me envanezco de tener casi siempre una buena noche" dice al inicio del espectáculo) y lo cierto es que ejecuta cada uno de sus trucos con tanta confianza en su propia persona, que la resolución exitosa de los mismos parecería estar asegurada de antemano. Como comenta Francisco Ayala, traductor al español de algunas de las obras de Mann: "este mago de feria, que por dos veces ha alzado su mano derecha haciendo el saludo romano, y que por último sugestiona al inocente camarero Mario para que, entregado por entero a su albedrío, haga el ridículo en una patética y fufa transferencia de sentimientos, no hay duda de que representa a Mussolini, entonces en el apogeo de su gloria" Del mismo modo, es válido interpretar la generalidad del escenario que Thomas Mann traza por medio de su romántica pluma como una caricaturización, o mejor aún, como una alegoría maestra de la pujante ola de fascismo que en 1919 (año en que el alemán escribió la novela) se cernía, con su culto al nacionalismo y al Estado omnipresente, sobre la geografía italiana.

No obstante, Mann nunca avaló dicha interpretación; más bien se mostró reacio a aceptarla. Es lógico que su postura fuera esa, pues reducir su obra a un movimiento político efímero, significaría quitarle trascendencia, más allá de la obvia referencia al régimen de Mussolini. Por el contrario, si escrutamos con profundidad los rasgos esenciales que se esconden tras la mirada penetrante del mago Cipolla, si analizamos en extensión el comportamiento servil y decadente de la mayoría del público, y si por último, nos identificamos con el pasmado matrimonio extranjero que contempla aquel fastuoso y descomunal desfile de sugestión y poderío junto a sus no menos asombrados hijos, quizá comprendamos que Mann no nos habla solamente del Duce y sus seguidores; nos habla de la condición humana y de peculiaridades inherentes a ella.

LOS BESOS EN EL PAN DE ALMUDENA GRANDES

Tras cinco años de saturación  informativa sobre la crisis novelarla conlleva ciertos riesgos. Más si se pretende ofrecer un amplio panorama de ella y el tratamiento formal responde a las premisas del social realismo. Almudena Grandes nunca fue ajena a la concepción de la novela como crónica histórica y épica menor, especialmente en el reciente ciclo de los Episodios de una Guerra Interminable, pero ahora se aparta provisionalmente de ese marco y se detiene a mirar el presente. En su nueva novela Los Besos en el Pan, narra las historias de una apretada gavilla de gentes que habitan un barrio del centro de Madrid. 

A modo de pórtico se presentan las grandes coordenadas de ese espacio con figuras, así como las grietas abiertas recientemente. También se explica allí el propósito y el enfoque que amarran estas páginas, a modo de un directo alegato contra el olvido impuesto, contra el miedo paralizante, y a favor de recuperar la rabia y la dignidad perdidas.

Los Besos en el Pan es una novela coral, llena de noticias de aquí y ahora, que como en un gran fresco, pinta un año en la vida de estas gentes que se reparten en tres generaciones, ofreciendo así el contraste del tiempo.  En su mayoría pertenecen a las clases medias y populares, con predominio de las figuras femeninas y perfiles que permiten a la autora desarrollar sucesos o situaciones representativas: el hambre infantil en las aulas, desde la maestra Sofía Salgado, el desmantelamiento de la Sanidad Pública desde la ginecóloga Diana y sus compañeros, las estafas bancarias (hipotecas o preferentes) desde el arquitecto técnico Sebastián o el joven Toni, la amenaza de las competidoras chinas explotadas por las mafias desde la peluquera Amalia, la tentación yihadista de Ahmed desde la miseria y la desesperación en que vive su familia....Hay además periodistas, policías, emigrantes de variadas procedencia, adolescentes combativos, universitarios, amas de casa, una asistenta, parados de larga duración....

La ligazón entre las numerosas piezas de este puzle está muy bien resuelta a partir de los lazos familiares, la amistad, las relaciones laborales o la frecuentación de espacios como el bar, la peluquería o el edificio ocupado, si bien más de un percance o situación se fía en exceso a la casualidad y la coincidencia.

Como es una novela que avanza en superficie, ramificándose la ley del suma y sigue rige un relato dónde no todas las ramas tienen el mismo alcance ni el mismo peso. En rigor no hay personajes, sólo tipos representativos; y algunos sólo están para añadir otra nota a un friso más vasto que profundo. De los enfocados en primer plano, eso sí, sabemos bastante, porque en Los Besos en el Pan predomina lo contado frente a lo representado o propiamente novelado.

Es ante todo el narrador quien nos explica las pulsiones, problemas, caprichos, gustos, rencillas, afectos, temores... de estas figuras. Y aunque hay bastantes escenas dialogadas falta tensión en el lenguaje y variedad de registros. La crítica o denuncia se apoya más en la descalificación directa, el melodrama y el énfasis, que en otros posibles recursos, no necesariamente más complejos pero sí más elaborados y sutiles. 

Por otra parte, la voluntad de trasladar al relato una referencia moral y una función social paga su tributo al maniqueísmo. Casi todos los "protagonistas" son buena gente, muy comprometida; perversos como el corrupto Juan Francisco González entran en escena sólo de refilón; y los que no resultan demasiado ejemplares (un viejo militar, una burguesita ociosa, cotilla y compradora compulsiva) acaban por tomar conciencia y enmendarse, de acuerdo con una línea narrativa y un discurso dónde el mensaje es siempre palmario.

Lectura entretenida, que celebrarán quienes gusten de ver en una novela lo que está a la vista y ellos ya conocen. Más si coincide con la vida propia. O con sus opiniones.