jueves, 17 de diciembre de 2015

LA ROMANA DE ALBERTO MORAVIA

¿En qué está el parecido entre esta novela cumbre del neorrealismo italiano de la posguerra y, por ejemplo, las ficciones picarescas del caballero Andrea de Nerval o del filósofo Diderot? No en el erotismo, pues en La Romana, aunque Adriana, la protagonista, hace el amor con mucha frecuencia, tanto por motivos profesionales como personales, el sexo no aparece con los ropajes prestigiosos y excitantes que el género exige, sino como un quehacer más bien deprimente, en el que se manifiesta lo peor de los hombres y las mujeres del mundo ficticio: la violencia de Sonzogno, las obsesiones edípicas de Astarita, la frigidez de corazón de Jacobo y el espíritu venal de Gisela.

La semejanza reside en la estructura, en la técnica narrativa y en las convenciones que debe aceptar el lector para leer con provecho la novela. La forma prototípica de la ficción libertina es la del testimonio autobiográfico. Como el personaje de Moravia, el o la protagonista de aquellas novelas refiere las aventuras galantes de las que fue beneficiario o víctima. Y lo hace siempre con la misma prolijidad que Adriana. Cierto que éste es, asimismo, el formato acostumbrado de la novela picaresca del Siglo de Oro -el monólogo del pícaro escribidor- pero La Romana es más dieciochesca que picaresca porque en ella se piensa más que se actúa. Al igual que sus dos famosas congéneres, Justine y Juliette, concebidas por el divino marqués en un torreón de La Bastilla, Adriana abunda más -se diría goza- en la reflexión y el filosofar sobre aquello que le sucede, que en el relato de aquellas ocurrencias (ésto es lo que hace el pícaro). 

Ello imprime a la novela una lentitud que sería fatigosa si no estuviera interrumpida, de tanto en tanto, por episodios melodramáticos, de intensa carga persuasiva, que hacen vibrar el relato, como la emboscada de que es víctima Adriana en Viterbo, la delación que perpetra Jacobo o los robos que la prostituta comete, no por codicia o necesidad sino para confirmarse a sí misma su deterioro moral. Estos robos así como el extraño placer que Adriana siente cada vez que recibe dinero por hacer el amor, dan al personaje unos ribetes más complejos y enrevesados de los que ella, según su testimonio, cree tener.

La comparación con una novela dieciochesca se impone sobre todo porque, como La Religiosa o Justine, La Romana sólo es creíble para el lector que renuncia a la ilusión realista y se adentra en sus páginas dispuesto a vivir una fantasía literaria, una ficción-ficción. La apariencia de la anécdota es realista: chirría a tinta y papel, desafina a buena literatura todo el tiempo. Esta es la convención que el lector debe aceptar. Esta muchacha de veintiún años, pueblerina, sencilla, ignorante, ingenua, se cuenta con una solvencia de académica y sin violentar las buenas maneras gramaticales ni una sola vez; es una fina observadora de la conducta propia y ajena y capaz de hurgar hasta en los vericuetos más íntimos de la psicología de las gentes. 

No hay que ver en ello una contradicción que privaría a la novela de poder persuasivo. Hay que entenderlo como un caso de novela que, en vez de la convención "verita" del lenguaje, propone otra, la "culta", tal como lo hacían los novelistas (también ellos se creían realistas) del Siglo de las Luces. En ese mundo ficticio, que no es el nuestro, imperan otras reglas de juego y debemos aceptarlas como un elemento ficticio más de ese mundo de ficción. A las reminiscencias dieciochescas, se añade en la novela la conciencia social del intelectual comprometido del siglo XX. La mezcla es típica de Moravia. Hay en él un escritor fascinado por el sexo y sus laberintos, que pudo ser un "libertino" contemporáneo, como intentó serlo Roger Vaillant, pero que nunca lo ha sido del todo. Porque aunque el sexo es la atmósfera de su mundo ficticio, siempre está tenido a raya e instrumentalizado para configurar una visión crítica y problemática de la sociedad.

La Italia que el libro finge representar es la del fascismo ("era el año de la guerra de Abisinia"), un país pobre, sórdido y deprimido, de movimientos clandestinos y siniestras oficinas públicas dónde, al entrar, los usuarios deben hacer el saludo imperial. La política no ocupa el centro de la acción porque Adriana no entiende nada de política ni se interesa por ella, pero es su contexto imprescindible. Dos de los amantes de la protagonista, por lo demás, están sumergidos hasta el cuello en la actividad política: Astarita, funcionario de la seguridad del régimen y Jacobo, militante antifascista. Lo mejor de todo, sin embargo, no es la visión sombría y desesperanzada que traza de una época, sino la galería de seres humanos que desfilan por sus páginas. Pese a ser convencional y sin aristas, hay en la resignación de Adriana a su suerte y en su pasión por Jacobo una oscura grandeza. Fuera de ella ninguno de los personajes es digno de admiración, ni siquiera de respeto. Pero todos son interesantes y están estupendamente bien cincelados y diferenciados.

La maestría de Moravia en los retratos psicológicos alcanza en esta novela, al igual que en Agostino y el Conformista, su punto más alto. Dos de los personajes, sobre todo, impresionan de manera muy gráfica por su retorcimiento y violencia: Sonzogno, el asesino, en el que la necesidad de hacer daño aparece como un instinto irresistible, una especie de mandato celular, y Astarita, el más logrado del libro, ser tortuoso y débil, cerebral y apasionado, que sin duda ejerce su oficio con asepsia quirúrgica. Que ambos mueran al mismo tiempo, y uno por culpa del otro, es un atisbo de que, a pesar de su grisura, aquel mundo no está totalmente dominado por el mal.

Otro personaje muy bien diseñado es la madre, aunque el tipo aparezca con frecuencia en las películas y novelas del neorrealismo italiano. En ella se hace patente una convicción antirromántica. La de que la pobreza no espiritualiza ni sublima al ser humano; más bien lo encallece y degrada. Las estrecheces y rudeza de la vida han hecho de la madre de Adriana un ser frío y amoral, tanto o aún más que Gisela. Si empuja a su hija a la prostitución no es por malvada; la experiencia le ha enseñado que todo vale a fin de conseguir aquella seguridad y comodidades que nunca tuvo. Ser mecánico, absorto en una rutina casi animal, hay algo  en la manera de ser de la pobre mujer que nos enternece y nos espanta, una especie de acusación. El autor ha conseguido, en la inercia amarga y rencorosa de la madre de Adriana, un admirable símbolo de las iniquidades sociales.

Jacobo, en cambio, es más borroso y menos persuasivo. No sólo por sus inhibiciones y desánimo vital, sino por esquemático. Hijo de burgueses, intelectual, paralizado por contradicciones que quieren reflejar las de su clase, de una debilidad que hace de él primero, un indeciso y luego un traidor, su suicidio tiene demasiadas resonancias alegóricas para conmover al lector. Quien se pega el tiro, en ese hotelillo perdido, no es un ser concreto sino una abstracción ideológica.

No deja de sorprender que La Romana fuera un libro polémico y que provocara tanto escándalo al aparecer. Los episodios sexuales, salvo una que otra rápida excepción son bastante anodinos, y Adriana, la narradora, aunque ejerce el meretricio, luce una moral severísima y conformista a más no poder. La única audacia es la amarga amoralidad de la madre, poco menos que testigo presencial de los encuentros de su hija con sus clientes (o amantes como los llama Adriana en su educado lenguaje).

Cuesta trabajo, en todo caso, imaginar que fuera este detalle marginal a la historia el que atrajera todas las consideraciones que durante algún tiempo, dieran a La Romana la aureola de libro maldito.

viernes, 11 de diciembre de 2015

LAS BOSTONIANAS DE HENRY JAMES

Las Bostonianas se considera una de las mejores obras de Henry James, lo cual no es baladí teniendo en cuenta la enorme producción del escritor estadounidense.

Esta novela se centra en las peripecias de dos mujeres, habitantes de la ciudad a la que hace referencia el título, que se dedican en cuerpo y alma a la causa naciente del feminismo político. La mayor, Olive Chancellor, es una estricta luchadora que no tiene otro objetivo que reivindicar su causa hasta las últimas consecuencias; su pupila, Verena Tarrant, es una joven inocente con vehemente don para la oratoria. En sus vidas se cruza Basil Ransom, primo lejano de la primera que, procedente del recién derrotado Sur, llega a la próspera Boston para tratar de abrirse camino como hombre de leyes.

Como es obvio, la concepción tradicional del rol de la mujer que tiene el joven chocará muy pronto de forma brutal con las ideas de su prima; sin embargo, la opinión de Verena sobre el sureño no será tan crítica.

James consigue mostrar con su sutileza habitual la relación íntima de las dos mujeres, jugando con la posibilidad de un amor que se insinúa de manera muy velada (el libro se publicó en 1886). La unión entre Olive y Verena comienza siendo de carácter intelectual, aunque muy pronto la pasión de la joven hace sucumbir a la mayor ante la vehemencia de los sentimientos. Esta dualidad es la que sirve de base al conflicto de la novela, ya que el personaje de Basil Ransom es el desencadenante de las discrepancias entre las dos mujeres al ponerlas en el brete de confrontar su concepción del compromiso ideológico.

Mientras Olive se erige en defensora acérrima de un total enfrentamiento con el sexo opuesto, Verena es partidaria del entendimiento y "la conversión" al credo feminista. El amor entre las dos protagonistas (sea de índole amistosa o de mayor alcance) se contrapone a la pasión furiosa de Basil, que se enamora de Verena aún siendo consciente de que sus ideas le alejan de ella. El se convierte así en el personaje más interesante del libro, ya que su mentalidad conservadora se opone sin descanso a los proyectos de ambas mujeres, consiguiendo desesperar a Olive y trastornar a Verena, como el final de la obra pone de manifiesto.

La grandeza de Henry James es la de ofrecer al lector diferentes modelos de compromiso feminista, encarnados en otras tantas protagonistas. Olive se perfila como la luchadora inflexible, una persona cegada por sus ideales e incapaz de comprender que su aplicación práctica debe acomodarse a razones sociales; sin embargo, ella misma está cargada de prejuicios y de estereotipos, y es incapaz de aceptar sus contradicciones. Verena es, por el contrario pasional: una mujer emocional y expansiva que cree en aquello que defiende, pero que entiende la vida como un campo de experimentación dónde sus tesis son sólo un componente vivencial más.

En un segundo plano tenemos a personajes que aparecen menos, como la doctora Prance, una joven de carácter austero que, aún compartiendo las ideas de Olive, no acepta que el compromiso ideológico esté reñido con una satisfacción y realización personales; su independencia y su inteligencia la alejan de cualquier extremismo, haciéndola así un ejemplo de honestidad y sentido común.

La señora Birdseye, una suerte de mentora de Olive, representa la abnegación absoluta en favor de un ideal; su compromiso es tan extremo como el de Olive, pero de carácter puro y honesto: no espera ningún tipo de recompensa y acepta con dulzura la evidencia de que no será capaz de convencer a todo el mundo, si bien se conforma con "extender" sus creencias en la medida de sus fuerzas.

Todas estas mujeres están retratadas con maestría y sutileza, con esa habilidad que gastaba James a la hora de componer personajes de una hondura sin parangón. Incluso la conclusión, un tanto predecible, está tejida con una humanidad que pocos escritores alcanzan. Sin duda alguna  Las Bostonianas es una de las grandes novelas de Henry James, lo cual es casi como decir que es una novela imprescindible. 

viernes, 4 de diciembre de 2015

EL SUEÑO MÁS DULCE DE DORIS LESSING

Esta monumental obra parece surgir de una doble mixtificación. Después de su autobiografía, la novelista decide cambiar de registro y opta abiertamente por la autoficción cuando su mirada retrospectiva alcanza años de los que todavía quedan supervivientes, con el sano propósito de "no perjudicar a personas vulnerables". Pero en cuanto al tiempo del que se trata también se nos advierte de que el protagonismo de los idealistas años sesenta, compartido aquí con los malvados setenta y los codiciosos ochenta, no impide que aparezcan incorporados acontecimientos posteriores. Ello le da al Sueño Más Dulce tanto una dimensión nostálgica como una vigencia de actualidad que hace de este texto uno de los más ambiciosos y logrados de Doris Lessing.

El Sueño Más Dulce resulta tan caudalosa de personajes como una novela río, una auténtica novela red en la que conviven figuras admirables de múltiples procedencias y edades. Es, sin duda, una obra política, escrita desde la doble experiencia de quien perteneció al Partido Comunista inglés y fue activista anti-aparheid en Rhodesia y Sudáfrica. La escritora no escatima sus críticas contra el estalinismo, la gauche divine, las organizaciones internacionales y sus parásitos que se enriquecen a costa del Tercer Mundo; la ideología como coartada y la corrección política, de la que se dice que "no es más que una pequeña muestra del imperialismo yanki".

Precisamente por esto  último, leyendo El Sueño Más Dulce viene a la memoria el famoso libro de Robert Hughes: La Cultura de la Queja, de 1993. Pero también esta referencia parece oportuna en lo que esta obra tiene de novela costumbrista, en especial de descripción perfectamente vigente hoy en día del conflicto entre generaciones, que ya había sido tema de The Summer before the Dark y The Diaries of Jane Somers y esta percepción cala magistralmente en el lector al revelarse las contradicciones mediante la convivencia en una vieja mansión londinense de una heterogénea familia nacida en torno a Johnny Lenox y su primera mujer, Frances.

El es un protagonista caracterizado por su absentismo, la diana contra la que apuntan los dardos más acres de la autora. Este "comunista de carrera", "loco egoista" que "jamás había trabajado de verdad", deja a Frances al frente de una comuna que él mismo puebla de "la progenie del camarada Johnny", compuesta de sus otra mujeres, de los hijos de éstas, de correligionarios y transeuntes, ante la mirada atónita de su madre, la propietaria de la casa, Julia von Arne, una alemana nacida en 1900 que se enamora del diplomático Lenox en 1914 y se casa con él cuando es ya un mutilado de guerra.

La muerte de la anciana Julia, a la que su hijo menospreciará como enemiga de clase, se narra en detalle y cobra un fuerte protagonismo, compartido con la indiscutible figura central de la novela -que no es otra que Frances- una hijastra de Johnny, Sylvia, acogida por la propia Frances, que también recibirá en su comuna a la madre de ésta, y con ella entra en la novela un nuevo escenario, el Africa de la descolonización, el caos y los sátrapas corruptos como el presidente de la imaginada república de Zimlia, Mathew Mungozi, alguno de cuyos ministros fue huésped en la casa de Julia y Frances, como también lo serán dos huérfanos del sida que Sylvia se lleva a Londres desde su hospital africano.

Doris Lessing que no se recata en criticar el feminismo como ideología sustitutoria erige, frente al fantoche de Johnny, un triple monumento a la Humanidad en estas tres figuras inolvidables pertenecientes a tres generaciones sucesivas, Julia, Frances, Sylvia en las que encarna un nuevo mito, muy de los años sesenta, el de la madre sustituta, o más bien "madre tierra" como se decía, que "componían una red de educadoras, de educadoras neuróticas" pero imprescindibles.

jueves, 3 de diciembre de 2015

LAS TRIBULACIONES DEL ESTUDIANTE TÖRLESS DE ROBERT MUSIL

Las Tribulaciones del Estudiante Törless se enmarca en un género tan clásico como es el de las novelas de aprendizaje, aunque las diferencias con éstas sean, precisamente, las que dotan al libro de un aire específico muy interesante. Robert Musil escribió esta obra a principios de siglo, en 1906, quizá desgranando sus propios recuerdos tras el paso por una academia militar en su juventud.

La novela nos presenta al joven Törless, hijo de una familia acomodada que estudia en un instituto para jóvenes adinerados. Rodeado por muchachos despreocupados y ociosos, el protagonista sufre una hipersensibilidad, fruto de su carácter sentimental y abstraído, lo cual provoca que sus relaciones con su círculo más íntimo (compuesto por los chicos más rebeldes y carismáticos) sean complicadas. El abuso que sus dos compañeros más cercanos Beineberg y Reiting, ejercen sobre Basini, otro alumno al que descubren robando dinero, es la prueba definitiva para que Törless de rienda suelta a sus emociones más reprimidas e incomprensibles. 

La atracción por Basini (en un principio muy abstracta, después sensual, y, al final, puramente intelectual) le sume en un pozo de perplejidad: el conocimiento que tiene del mundo se ve socavado por los comportamientos que observa a su alrededor, y que juzga como carentes de lógica. La turbación a la que se ve sometido le lleva a una nueva toma de posición respecto al mundo, haciendo así que el joven experimente un proceso de madurez bastante acelerado. El narrador lo describe así:

"Sí, existen pensamientos muertos y pensamientos vivos. El pensamiento que se mueve en la superficie alumbrada por los rayos del sol, que siempre puede referirse al hilo de la causalidad, no tiene por qué estar vivo. Un pensamiento que quizá ya había atravesado nuestro cerebro hace mucho tiempo solo cobra vida en el momento en que se le suma algo que ya no es pensamiento, que ya no es lógico, de modo que sentimos su verdad más allá de toda justificación".

Como puede observarse en este pasaje, la prosa de Musil no es en absoluto sencilla o directa. De hecho, Las Tribulaciones del Estudiante Törless es una obra muy psicológica, al estilo de la trilogía de Los Sonámbulos de Hermann Broch. El narrador de la novela es reflexivo, y sus percepciones discurren mucho más allá de los límites del pensamiento del protagonista o de los otros personajes.

La entrada en la madurez del joven Törless es dolorosa y carente de racionalidad: su asunción del sufrimiento como hecho adulto no le convierte en alguien mejor, sino distinto. No hay crecimiento en un sentido moral, ya que su visión del mundo continúa estando llena de perplejidad; se siente diferente, mayor, pero su comprensión de este acontecimiento es confusa y los pasos que ha debido dar hasta alcanzar ese nivel no le han servido para afrontar mejor la vida que sobrevendrá. 

Törless ha experimentado una madurez psicológica (en tanto que reflexiona sobre los sucesos que acontecen en el instituto) que, paradójicamente, no le conduce hacia un autoconocimiento más profundo, sino hacia una incertidumbre total acerca de todo lo que le rodea. Quizá el gran acierto de Musil sea plasmar esa contradicción tan frecuente mediante una historia oscura y unos personajes alejados de estereotipos, aunque su estilo convierta la lectura en un periplo bastante arduo.

El narrador no hace concesión alguna a la claridad y se esfuerza por plasmar en palabras la aridez de unos sentimientos que no por habituales son menos complejos, por lo que hay pasajes que pueden ser muy enrevesados.

Pese a este detalle, es un ejercicio intenso el acercarse a esta obra tan llena de matices. Un trabajo, por cierto, que resulta mucho más placentero dado el esmero que ha puesto el autor en la prosa estilizada y rica de la novela.