jueves, 30 de abril de 2015

CORAZÓN TAN BLANCO DE JAVIER MARÍAS

En el acto II de Macbeth el protagonista de la tragedia acaba de cumplir uno de sus asesinatos. Siente miedo de su crimen y una vez más lady Macbeth increpa al cobarde: ella lleva las manos tintas en sangre, igual que las de su marido, pero se avergonzaría de tener "el corazón tan blanco" como el de su indeciso esposo. Es el final de la escena segunda de la que Javier Marías ha tomado un lema "(Corazón tan Blanco") que valdrá para algún personaje de su novela: por su indecisión, por su cobardía, por su temor a su propia maldad.

La novela de Marías es una gran novela. El argumento es válido porque mantiene un apasionado interés que no decae, pero es también una teoría de formalizaciones que la hacen ser de un valor singular. Estamos en una cuestión que se nos suscita mil veces y que nos suscitará otras mil: la cuestión de la forma. Y aquí sí que el mundo de los significantes es de una excepcional maestría. Porque el autor no cuenta, sino que hace: no es ésto u otro lo que debe caber dentro de sus propósitos; somos nosotros quienes nos introducimos en un relato apasionante y entendemos lo que es el "tempo lento" que el narrador se impone. "Tempo lento" que no aparece como una deliberada morosidad, sino que se va logrando por las exigencias a las que obliga un vivir, que puede ser trepidante. 

Aquí se nos plantea un primer motivo ¿Qué piensa el autor de lo que debe ser la novela? En un momento nos dice: "quizá sea ésto lo que nos lleva a leer novelas y crónicas, y a ver películas, la búsqueda de la analogía, del símbolo, la búsqueda del reconocimiento, no del conocimiento". Y con ésto sobre su cabal sentido el testimonio de Macbeth: hay una analogía con el personaje de Shakespeare o un símbolo que actúa sobre un vivir dispar, pero que permite reconocer acontecimientos muy discrepantes, como si hubiéramos encontrado el hilo que asocia las cuentas de aquel imaginario collar. Ha cobrado sentido la negación de un pertinaz silencio que, de pronto, aflora al reencontrarse con el conocimiento silenciado. Tal vez sea ésta la conducta de Ranz, sepultado como una laguna abisal por indicios personales o por denuncias ajenas.

Lo dijo Ortega hace muchos años: la novela es un género abierto. En él -o en ella-  no encontramos lo que se nos cuenta, sino que por indicios, intuimos lo que se nos oculta. Y ésta es una de las grandes maestrías de Javier Marías: parte de unas páginas espléndidas dónde está todo lo que van a ser las vidas de quienes protagonizan la historia: Más aún, aquel personaje bello y débil que se suicida, va a ser la mano del auriga que tiene las riendas de la cuádriga y las tensará o relajará conforme sea la exigencia del relato: "No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas cuando ya no era una niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados". Es todo y aquí está todo. 

Trescientas páginas para aclarar este suicidio. Se me dirá al deambular de unos pasos policiales y tendré que decir cuán abismalmente estamos de ello. Una novela policíaca es trepidante porque necesita contar cosas, muchas cosas para que el lector se sienta en una maraña de la que el autor le dejará salir. Pero aquí no. Se ha logrado un "tempo lento" en el que los resultados van brotando por su propia existencia y no por la imposición del demiurgo. Lo que tenemos es una estructura generosamente abierta en la que caben mil cosas de apariencia ajena al relato. De apariencia ajena, pero que van estructurando la propia condición de la novela. La novela es la vida misma, como el río que se despeña o las aguas que se remansan. 

No se trata de la historia de una pasión como serían las "nívolas" de Unamuno, sino la vida de lejos de un quehacer restringido. Leyendo Corazón tan Blanco pienso en Cervantes, en Galdós o en Baroja, no por parecido o vinculaciones, sino por la naturaleza de un arte extendido a un mundo en el que las puertas se han caído y entra un vendaval que viene de treinta y seis rumbos diferentes. Podríamos pensar en un cosmos acumulativo o en pluralidad de muchos inscritos en una estructura que los abarca a todos. Entonces, este relato al servicio de aclarar las causas de un suicidio, tiene también la necesidad de otras vidas que son otras tantas novelas diferentes: la aventura intuida en La Habana, la sátira del mundo de la traducción, la historia de Berta en Nueva York y cómo sustenta el rencor hacia el padre que acabaría en el descubrimiento de los móviles del suicidio.

Pero si la novela es plural en su propia realización, no podemos decir que no sea el demorado análisis psicológico que hubiera gustado a Unamuno. Hay personajes retratados de manera magistral, como aquel Ranz, tan poco grato, que "hablabla pausadamente, como solía, buscando algunas palabras con mucho cuidado, no tanto para ser preciso como para causar efecto y asegurarse de ser escuchado con atención. Acumular informes no sería difícil: unas veces porque el texto ajeno sirve de amparo a lo que se dice o porque la propia experiencia es motivo de meditación, o por consideraciones sobre la muerte, el valor de los actos o la capacidad de discernimiento, En otros casos, motivos trascendentes sobre las motivaciones del mundo o sobre el comportamiento de Berta nos sitúan ante una novela en la que poco cuentan las circunstancias para dejar paso a las turbulencias del ser interior. Una novela excelente.

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