miércoles, 6 de mayo de 2015

RABOS DE LAGARTIJA DE JUAN MARSÉ

Juan Marsé, Premio Cervantes 2008, fiel a su particular mundo imaginativo y a sus coordenadas espaciales y temporales, en la Barcelona de la posguerra, siempre con el barrio de Guinardó de fondo, escribe una historia emotiva, muy dura y conmovedora, ya que Rabos de Lagartija, sin duda, no dejará indiferente al lector.

La estructura y la voz narrativas de esta novela son impactantes, ya que no nos damos cuenta de que quien cuenta la historia lo hace desde el pasado, pero ya en el presente. Ese particular juego narrativo se enriquece, gracias a la sabiduría de Marsé, cuando descubrimos que el narrador cuenta algo que él no vivió del todo, o, al menos, no en primera persona, puesto que el narrador no es otro que un niño, con defectos de nacimiento, que cuenta la historia de su madre Rosa Bartra, y de su hermano, David, cuando aún se estaba gestando en el vientre materno. Eso, insistimos, dota al relato de una fuerza sobrecogedora, sobre todo cuando llegamos al desenlace, tremendo, y entendemos algunas pistas o guiños que  nos ha ido lanzando el autor a lo largo de todo el relato.

En una España triste, llena de pobreza y de injusticia social sobresale Rosa, la pelirroja, con un hijo, David, y embarazada de nuevo, aunque su marido ha huido, en una carrera frenética, entendemos que por motivos políticos, de la policía. El inspector encargado del caso, Galván, acaba por enamorarse de Rosa y tiene con ella mil atenciones que a David le resultan odiosas. Dicho así parece una historia más, pero cuando entramos en el tejido de los personajes, en sus pensamientos, en ese soñar que tiene David, lleno de entelequias, de palpitaciones, de premoniciones, no tenemos más remedio que seguir leyendo porque una simple reseña no le hace justicia al libro. Entrañable resulta la relación de David, un muchacho con un particular sentido de la justicia y con una imaginación exacerbada, con el perro Chispa, un pobre chucho moribundo por el que siente un afecto visceral, ciego.

A los personajes de Rabos de Lagartija, la época histórica que les tocó vivir les ha engañado, les ha ninguneado, y, lo que es peor ha silenciado sus sueños y los ha matado. Rosa, la pelirroja, que nunca más pudo ejercer de maestra y que está muy enferma, aunque quizás no sea consciente del todo, y que malvive cosiendo como puede; David, el muchacho que sueña mirando los posters que hay en su habitación, que se viste de niña, que imagina apariciones de su padre, que fantasea con el piloto de la RAF que lo mira desde la pared de su cuarto y que siempre escucha sonidos raros, como si un mal viento se le hubiera metido en los oídos. Incluso el propio Galván, con una historia gris a sus espaldas, hubiera merecido mejor suerte. Y Paulino, el aprendiz de barbero, harto de los malos tratos de su tío. La abuela, anclada en un universo que no existe ya y el narrador neonato que tendría que haber sido un niño normal y feliz.

Rabos de Lagartija no es una novela fácil de leer, dramática, escrita de manera impecable, en dónde tan importantes son los diálogos como las reflexiones que leemos en torno a los personajes y que nos permiten entender el drama que viven. Pese a todo, tienen aún ganas de seguir adelante. Rosa quiere tener a su hijo, David quiere testimoniar lo que ve. El pequeño Víctor quiere tener una vida como todos los niños.

Aquí no se trata ya, como en obras anteriores de Marsé, del contraste o el enfrentamiento entre clases sociales, sino de un progresivo acercamiento entre vencedores y vencidos -vencidos todos al fin y al cabo- que al principio parecía imposible . La creciente atracción mutua que se desarrolla en ambos protagonistas, nace del respeto y de la estima por las cualidades personales, al margen de las ideas políticas o de la posición sociológica de cada uno, y se verá perturbada por la radical interposición de David, capaz de inventar una historia, probablemente falsa, para separar a su madre del intruso, no tanto por respeto al padre ausente, como por un problema de oscuros celos al que ni siquiera se alude.

David, cuya infancia ha sido destruida por la guerra, representa un obstáculo para la reconciliación, de tal modo que su trágico final acaba por tener un valor simbólico. Nuestro acercamiento a Rabos de Lagartija no puede pasar por alto la difusa frontera que se establece entre el mundo interior de David Bartra y la realidad. Predomina en la obra una atmósfera surrealista que caracteriza a todos los personajes. El padre de David que juega el papel de héroe ausente está humanizado, pues en el transcurso de los diálogos que su hijo mantiene con su fantasma, desaparece cualquier rasgo mítico que pudiera portar el personaje. Así pues, este héroe ausente está muy distante de aquel otro que veíamos en la sugerente novela El Embrujo de Shangai, también de Juan Marsé.

La novela, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las letras hispanas, sino de las actuales narrativas europeas. Para quien no haya leído nunca a Marsé este será el principio de una buena amistad lectora y para quien ya lo conozca, corroborará su maestría literaria.

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